La situación entre Estados Unidos y Venezuela ha intensificado las tensiones en el Caribe, con acciones que parecen ir más allá de la lucha contra el narcotráfico. Estados Unidos ha aumentado su presencia militar en la región, reactivando bases y desplegando un considerable número de tropas y equipamiento, incluidos F-35 en Puerto Rico, destructores de misiles guiados, submarinos, y aviones equipados con Hellfire, lo que parece desproporcionado solo para operaciones anti-narcóticos. Esta acumulación de fuerza sugiere un objetivo diferente, posiblemente relacionado con forzar un cambio de régimen en Venezuela sin una invasión formal, empleando una estrategia de coacción que combina disuasión, amenazas explícitas y preparación para operaciones quirúrgicas.
Por otro lado, Venezuela, aunque su armada está deteriorada, cuenta con sistemas de defensa aérea, artillería antiaérea, y una amplia milicia que complicaría cualquier acción militar directa de Estados Unidos. El gobierno venezolano se muestra cauteloso, con cambios frecuentes en las ubicaciones de sus mandos y una vigilancia constante sobre posibles filtraciones y lealtades dentro de sus filas.
Las tensiones también han afectado las relaciones con Colombia, tradicionalmente un aliado clave de Estados Unidos en la región. La retórica escalada y las consecuencias diplomáticas amenazan con erosionar esta alianza esencial, complicando aún más el panorama regional.
La administración de Trump parece estar operando con un enfoque centrado en lograr una «victoria» declarable más que en preocupaciones normativas, como las elecciones o garantías institucionales. Esto ha llevado a un estado de alta tensión y presión, donde un accidente podría desencadenar una escalada no deseada. En este contexto, el objetivo de Estados Unidos podría no ser simplemente derrocar a Maduro, sino asegurar un cambio más amplio de régimen, manteniendo la presión mientras la incertidumbre continúa sobre cuánto tiempo más puede sostenerse esta situación.